Todos pensamos que moriremos dentro de muchos años. Sabemos que la muerte es inevitable, pero la imaginamos lejana, como algo que no nos afectará de verdad hasta dentro de mucho tiempo. Sin embargo, cuando mi marido murió, la realidad me golpeó de una manera que nunca había imaginado.
No estábamos preparados. Ninguno de los dos lo estaba. Su muerte fue repentina, inesperada y brutal. No había una enfermedad de por medio ni un aviso previo. Simplemente, un día estaba aquí y al siguiente ya no. En ese momento, mi mundo se rompió en mil pedazos. Teníamos tantos planes juntos: viajar más, comprar una casa en el campo, adoptar un perro. Pero todo quedó congelado en el aire, como si la vida me hubiera dejado en pausa sin saber qué hacer.
El duelo es más profundo de lo que imaginamos
Al principio, me sentía completamente perdida. No podía dormir, no quería comer y todo lo que hacía me parecía sin sentido. Me pregunté muchas veces si algún día volvería a sentirme normal. Buscaba explicaciones en internet, hablaba con personas que habían pasado por lo mismo, pero nada me servía. Sentía que nadie podía entender el vacío que me había dejado su muerte. Me dolía ver que la vida de los demás seguía adelante mientras yo me sentía estancada. La sensación de soledad era abrumadora, aunque estuviera rodeada de gente. Incluso las conversaciones cotidianas me parecían ajenas, como si estuviera viendo mi propia vida desde fuera sin poder participar en ella.
Con el tiempo, descubrí que lo que me pasaba era completamente normal. El duelo es un proceso complicado y, aunque cada persona lo vive de manera diferente, hay reacciones comunes. El cerebro de alguna manera se acostumbra a la presencia de la persona amada, y cuando esa persona desaparece, crea una especie de shock.
Lo que sentía no era solo tristeza, era una mezcla de ansiedad, confusión y hasta enojo. Me molestaba ver a parejas felices en la calle, escuchar a la gente quejarse por cosas que me parecían insignificantes. Había días en los que me invadía una rabia inexplicable, y otros en los que la tristeza me dejaba sin energía siquiera para salir de la cama.
Según me informé, el cerebro reacciona a la pérdida de un ser querido de manera similar a como lo haría ante una adicción. Por eso, la ausencia de mi marido me provocaba una sensación de abstinencia, como si mi mente y mi cuerpo no entendieran qué estaba pasando. Es más, hay estudios que demuestran que cuando perdemos a alguien cercano, nuestro sistema nervioso se desajusta completamente.
Los efectos en el cuerpo y la mente
El duelo también afectó mi salud física. Me enfermaba más de lo normal, mi piel estaba apagada, mi cabello se caía más de lo habitual y me sentía agotada incluso sin hacer nada. Al principio pensé que era casualidad, pero luego supe que todo esto era consecuencia del estrés. Por lo visto, el cuerpo libera cortisol en grandes cantidades cuando estamos en crisis emocionales, y esto afecta nuestro sistema inmunológico, nuestro corazón e incluso nuestro aparato digestivo.
También tuve problemas de insomnio. Aunque estuviera agotada, mi mente no me dejaba descansar. Me despertaba en mitad de la noche con taquicardias o con la sensación de que todo lo que estaba pasando no era real. Esto me llevó a entrar en un círculo vicioso: cuanto peor dormía, más débil me sentía y peor me encontraba físicamente.
Lo que más me asustó fue cuando tuve un episodio que parecía un infarto. Mi pecho se apretó, me costaba respirar y sentía un dolor fuerte. Me llevaron a urgencias y allí me explicaron que lo que tenía era el síndrome del corazón roto. No podía creer que algo así existiera, pero sí. Es algo real que afecta a personas que atraviesan un duelo intenso. Afortunadamente, no era grave, pero sí fue una llamada de atención para empezar a cuidar mi salud. Me recomendaron reducir el estrés, hacer actividades relajantes y, sobre todo, permitirme sentir sin miedo a que mi cuerpo se siguiera deteriorando.
A nivel mental, también fue un desastre. Me costaba concentrarme, olvidaba cosas, no podía tomar decisiones. Mi mente estaba en pausa, tratando de asimilar la pérdida. Durante meses me sentí como si estuviera en una nube, desconectada de la realidad. Algunas veces intentaba ver una película o leer un libro, pero me resultaba imposible concentrarme. Me frustraba conmigo misma porque parecía que había perdido todas mis capacidades. Incluso llegué a pensar que nunca volvería a ser la misma.
La presión social y el deber de superar la pérdida
Uno de los aspectos más difíciles de mi duelo fue la presión de la gente. En nuestra sociedad parece que hay un tiempo límite para estar triste. Pasados unos meses, la gente esperaba que pasara página y volviera a la normalidad. Pero la realidad es que no existe un tiempo fijo para dejar de sufrir. Lo peor es que muchas veces esta presión no venía de desconocidos, sino de personas cercanas que realmente querían ayudarme, pero no sabían cómo. Me decían cosas con buena intención, pero que solo me hacían sentir peor.
Algunas personas me decían frases como «tienes que seguir adelante», «tienes que ser fuerte», «ya encontrarás a alguien más». No entendían que yo no quería escuchar eso. Solo quería que me dejaran sentir mi dolor sin presiones. Incluso en redes sociales, veía mensajes sobre superación que me hacían sentir que no estaba avanzando lo suficientemente rápido. Me comparaba con otras personas que parecían haber seguido con sus vidas tras perder a un ser querido, y eso solo aumentaba mi frustración.
Hablando con una psicóloga, me explicó que la sociedad no está preparada para acompañar a alguien en duelo. Nos incomoda la tristeza ajena y por eso intentamos acelerar el proceso. Pero cada persona tiene su propio ritmo, y no hay nada de malo en necesitar más tiempo. Aprendí que está bien poner límites, decir que no cuando no me sentía preparada para ciertos eventos sociales y alejarme de personas que, aunque con buenas intenciones, no comprendían mi dolor. La terapia me ayudó a dejar de sentirme culpable por seguir sufriendo y a aceptar que mi proceso era válido, sin importar lo que los demás pensaran.
Buscando ayuda
Cuando sentí que no podía más, decidí buscar ayuda profesional. Me recomendaron el centro de psicología CANVIS, en Barcelona. Al principio me costó mucho dar ese paso. Sentía que si iba a terapia era como admitir que estaba rota. Pero fue lo mejor que pude hacer. Me di cuenta de que pedir ayuda no era una muestra de debilidad, sino de valentía. Nadie te enseña cómo lidiar con una pérdida tan grande, y si había personas capacitadas para ayudarme, ¿por qué no intentarlo?
La psicóloga me ayudó a entender que mi dolor era válido y que no tenía que apresurarme. Me dio estrategias para lidiar con la tristeza y la ansiedad, como escribir un diario, hacer ejercicios de respiración y establecer pequeñas metas diarias. También me aconsejó retomar actividades que antes disfrutaba, aunque no tuviera ganas. Poco a poco, empecé a ver cambios. Algunos días eran mejores que otros, pero empezó a haber más momentos de calma entre la tormenta. Me ayudó a entender que el duelo no significaba solo dolor, sino también adaptación a una nueva realidad.
Me animó a rodearme de personas que me hicieran sentir bien, a hablar de mi marido sin miedo y a darme permiso para seguir adelante sin culpa. Una de las cosas que más me sirvió fue aprender que seguir con mi vida no significaba olvidar a mi marido, sino honrarlo viviendo de la mejor manera posible. También me recomendó probar nuevas experiencias, aunque fueran pequeñas, como cambiar mi rutina, explorar nuevos hobbies o simplemente salir a caminar en lugares diferentes. Al final comprendí que avanzar en mi vida no significaba dejar atrás el amor que sentía por él, sino encontrar un nuevo equilibrio en mi vida donde su recuerdo me acompañara sin paralizarme.
Aprendiendo a vivir con la pérdida
Al aprender que todo esto se trataba de aprender a vivir con su ausencia, y no de olvidarle, me fue mucho mejor. Nunca voy a dejar de extrañar a mi marido, pero he aprendido a recordarlo con amor en lugar de solo con tristeza.
Empecé a hacer ejercicio, aunque al principio no tuviera ganas. Eso me ayudó a sentirme más fuerte. Retomé mis hobbies, salí con amigos y viajé sola por primera vez. Cada pequeño paso me fue devolviendo las ganas de vivir.
Hoy, aunque el dolor sigue ahí, también hay espacio para la felicidad. No porque su muerte ya no me duela, sino porque he aprendido que su amor sigue conmigo de muchas maneras. Y eso también es parte de vivir.
El duelo no es una enfermedad ni algo que haya que curar. Es una prueba de que amamos profundamente. Y aunque duele, también nos enseña a valorar la vida de una manera diferente. Aprender a convivir con ese amor, aun en ausencia, ha sido mi mayor reto, pero también mi mayor aprendizaje.